Reflexionanado con [José Luis Brea] en el inconsciente óptico y el segundo obturador y la fotografía en la era de su computerización. El ojo de la fotografía es también, y en primera instancia, el mecánico de la cámara, no sólo el estructurado por la conciencia que mira desde detrás -de ahí que lo que ella nos entrega no sea sólo lenguaje, sino también huella, rastro de acontecimiento, justamente aquello que resiste al lenguaje. Es ese ojo óptico-químico el que es capaz de percibir el acontecimiento, de capturar el tiempo-ahora al ritmo de su paso instantáneo -y en última instancia de resistir a la regulación interesada del orden de la representación. Lo que Walter Benjamin describía como «inconsciente óptico»consciencia». Obviamente, el empleo de la expresión «inconsciente óptico» es muy diferente en la obra de de Rosalind Krauss The Optical Unconscious, 1993, MIT Press. Para ella, en efecto, el espacio fotográfico está estructurado como un lenguaje, al modo de un inconsciente lacaniano -siendo entonces preciso su «psicoanálisis». Resultará claro, espero, que en nuestro uso del término nos remitimos más bien a la origina, y para nosotros más sugerente, insinuación benjaminiana. se refería precisamente a esta capacidad de la cámara, del ojo técnico, para aprehender en su inconsciencia lo que al ojo consciente, educado en el dominio de la representación, le resulta inaprehensible: el registro mismo de la diferencia, del acontecimiento. Es ello lo que el incosciente óptico desvela: por un lado, la presencia de la diferencia en la absorción del detalle, en la explosión ilimitada del fragmento, en la captura de la multiplicidad. Por otro, la instantaneidad del acontecimiento, la fugacidad inaprehensible del tiempo-ahora, la misma insuperable temporalidad del ser -no en vano el propio Benjamin alude a ese infinitesimal salto que se produce en la descomposición del movimiento, pensando tal vez en las cronofotografías de Muybridge. Si el impulso que movilizaba el quehacer de la pintura en el espacio de la representación -como paradigma de una concepción simbólica del signo- podría enunciarse como dur désir de durer, el que alienta tras la fotografía es un impulso melancólico, aquél en el que se expresa la certidumbre de la insuperable fugacidad de todo. Es por ello que toda fotografía es memento mori, «objeto melancólico» -y es también por ello que su territorio genérico, si alguno, no puede ser otro que el de la vanitas, pues toda fotografía es aliada de la conciencia de fugacidad del ser. En ello se hace también cómplice de lo que no existe y no existiendo es -cómplice de ese poder comprender el ser como justamente «algo que se sustrae», el comprender propio de la era de la superación de la metafísica. Por debajo de todo lenguaje (la fotografía no es sólo lenguaje, sino, a la vez y contra ello, escritura, huella), la fotografía revela la sustancia movediza e inapresable de lo que es. La dulce levedad con que todo se va, de vuelta a lo oscuro. Fotografiar es -como Rilke quería que el arte hiciera- contribuir al deseo de la tierra de hacerse invisible. Lo fotografiado, en efecto, deja de estar, de permanecer. Salvo agazapado en una memoria oscura que lo retiene, desde un impenitente abandono a su duración en lo efímero, silenciado por la eternidad -mientras acontece, transcurre, pasa.
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